de Raulet76 vía Foro Runner's World:
Desde
hace más de 13 años que me puedo considerar un corredor popular, que
entreno con regularidad, que participo en cursas de diferentes
distancias (10 miles, medios maratones, maratones), por asfalto y por
montaña. Incluso en los últimos años he hecho algún cameo en alguna
triatlón.
Son
muchos años de dedicación, de esfuerzo, de sufrimientos, de alegrías,
de frustraciones, de lesiones, de entrenar a cualquier hora del día (o
la noche), con frío, con calor o con molestias. He llegado a emocionarme
cómo nunca, a llorar de alegría desconsoladamente cuando he atravesado
la línea de llegada al finalizar una cursa o a sentir impotencia y
llorar de rabia cuando después de meses de entrenamiento una lesión me
ha apartado de poder correr un maratón.
Siempre
he entrenado con una planificación y una constancia por un objetivo,
una marca. Un objetivo que hace que cada día de entrenamiento sea un
reto, que te da fuerzas de donde sea para exigirte lo mejor, de afrontar
cualquier contratiempo, de soportar el sufrimiento de hacer series, de
llevar un ritmo durante un tiempo o distancia determinada. Un objetivo,
difícil pero con esfuerzo y constancia hace que sea posible, al límite
de nuestro cuerpo y nuestra mente.
Y
cuando se logra este objetivo la sensación es brutal. Casi orgásmica
diría yo. Es tu momento soñado después de tantas horas de entrenamiento.
Pero
como toda plenitud de felicidad, esta desaparece cuando te das cuenta
que quieres más, que si te esfuerzas más puedes mejorar tu objetivo,
bajar tu marca personal.
Nuevo objetivo y planificación y volver a empezar. Motivación. Pero todo esto a qué coste?
Os
hablaré de un caso, el mío en concreto. No sé si seré yo el único caso,
si puede ser el de unos pocos o de mucha más gente de la que puedo
pensar. Pero os la quiero explicar para que al menos nadie pueda caer en
el mismo error o le sirva como punto de inflexión y/o reflexión. Y es
que mi "marquitis" me ha traído a no disfrutar del que consideraba yo
que era mi pasatiempo favorito. Sí disfrutaba de la meta cuando se
lograba, pero no del camino a recorrer, y el del corredor de fondo, es
un camino muy largo.
De
todo esto, por suerte o por desgracia, me he dado cuenta hoy, cuando
después de trabajar toda la semana de noches, ayer en turno de doce
horas, tenía que rodar 14 kilómetros y estaba muy cansado para hacerlo.
Me resistía a renunciar porque no cumplía con mi planificación, lo que
suponía poner en peligro mi objetivo, mi mejor marca.
Ha sido el momento de preguntarme, pero ¿Qué estoy haciendo?
Este
ha sido mi punto de inflexión. Ahora hago un repaso mentalmente del
último año (incluso me atrevo a decir de los últimos años) y veo
claramente que hace tiempo que dejé de disfrutar del camino. Un camino
que recorría a solas, únicamente centrándome en el ritmo que marcaba mi
GPS. Sin levantar la cabeza y dejando pasar todo aquello que me rodeaba.
Rodaba sin escuchar mi cuerpo y mi mente, sólo con la fijación de cumplir aquello que me mandaba la planificación.
Así
llegaron los días que cuando había sido imposible realizar un
entrenamiento, estaba totalmente irritable e insoportable con la gente
que más cerca tenía. Culpaba todo aquello que no me dejaba hacer mi
entrenamiento. Llegaban los días que llevaba al límite mi cuerpo. Días
donde mis piernas me pedían un rodaje suave y las obligaba a marcar un
ritmo frenético. Rodajes de madrugada con una salida del sol
espectacular donde no era capaz de pararme ni un segundo para disfrutar
de aquel espectáculo por el hecho de no perder el ritmo que llevaba.
Días que preferí salir sólo para no tener que ir acompañado de alguien
que me hubiera hecho ir más lento de lo que me tocaba. Días de tensión,
lesiones y frustraciones. Momentos que ahora me hacen entender de mi
egoísmo y obsesión. Momentos que han bordeado incluso la ansiedad. Y que
nunca era yo el responsable de la situación, siempre era alguien otro, o
las zapatillas que hay que cambiar, o las plantillas que hay que
revisar o la suerte que tienen los profesionales de hacerse masajes cada
semana. Nunca lo era el hecho que me exigiera ir al límite siempre en
todo momento y en todos y cada unos de los entrenamientos.
Ha
llegado el momento de volver a disfrutar del camino. De olvidarse de
las marcas y las planificaciones. A correr por sensaciones. Y si un día,
o dos, o los días que hagan falta, no puedo correr por el motivo que
sea, al menos sabré que al día siguiente lo podré hacer con sonrisa en
la cara.
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